Con el vaso en la mano, a modo de posición defensiva, lo poco que quedaba de su bebida comenzó a temblar, en sintonía con el resto de su cuerpo. Sabía que, si no hacía nada, más tarde se arrepentiría y reviviría aquella situación una y otra vez, buscando la respuesta o el gesto adecuados. Ella aún lo miraba fijamente, con aquellos ojos azules capaces de desarmarlo, pero, en ese momento, la única herramienta a su disposición parecía ser una extraña mezcla entre arrojo y cobardía.
El estruendo de la música del bar parecía venir desde muy lejos y sonaba como amortiguado, entre una nube de luces y sombras. Un grupo de chavales bailaba a pocos metros de ellos, aunque bien podrían haber estado a kilómetros de distancia.
—¿No me vas a decir nada? —dijo ella, al fin.
Aquella pregunta, probablemente mal interpretada, fue la señal que él necesitaba para intentar besarla. Mientras lo hacía, no sin cierto grado de indecisión, se dio cuenta de que el gesto había sido demasiado evidente y torpe. Imaginó que ella se apartaría, como haría cualquier persona cuerda —y con pareja— en un sitio público. Con suerte, los dos superarían el consabido momento de incomodidad, volverían a ser amigos y se reirían de todo aquello. Sin embargo, ella no se apartó.
Al sentir la suavidad de los labios de ella sobre los suyos, un hormigueo electrizante barrió todas sus dudas y se permitió tomarla del hombro, mientras los movimientos sensuales de su lengua lo embelesaban sin remedio. De repente, todo lo demás desapareció a su alrededor y allí no hubo nadie más.
Mientras tanto, a lo que antes eran unos pocos metros, un chaval vestido con una sudadera roja intentaba sacarle una foto al escote de una de sus compañeras. Aquello debía de ser bastante divertido, porque a ninguno de los presentes parecía molestarlo, más allá de alguna que otra protesta sonriente, por parte de la víctima.
En un momento dado, la cámara consiguió su propósito —que no era el primero de la noche— y en la pantalla del móvil se pudo vislumbrar el nacimiento de un busto generoso, bajo la tela de encaje de un sujetador. Sin embargo, su autor, en vez de admirar el trofeo, se quedó absorto, con la mirada fija hacia el fondo del bar. Allí no había nada, salvo una mesa y varias sillas apiladas, bajo un televisor que, en esos momentos, permanecía apagado. Cuando uno de los que estaban con él le preguntó si le ocurría algo, farfulló algo sobre creer haber visto a una pareja desvanecerse de allí, sin embargo, no le dio más importancia y, segundos después, ya estaba a la búsqueda de una nueva víctima.
De vuelta a los desaparecidos, ninguno de los dos se percató de que ahora estaban solos en aquel bar.
Ajenos a la intimidad que los rodeaba, él siguió besándola, embriagado por el dulce perfume que emanaba de ella y que tantas veces lo había hecho enloquecer. Encontró los arrestos necesarios para morderla en el cuello y ella, en vez de protestar, respondió con un siseo, producto de la excitación. Aquello supuso la desaparición de los límites que tantas veces había soñado con superar y lo primero que hizo fue alcanzar el contorno de sus pechos bajo la blusa.
Aquel tacto increíble provocó en él una necesidad voraz por verla desnuda. La apoyó contra la mesa que tenían detrás y varias de las sillas que descansaban encima, cayeron al suelo con gran estruendo. Ninguno de los dos pareció darse cuenta. Él intento desprenderse de la blusa, que ahora se había convertido en una molesta barrera, pero no tuvo demasiado éxito, por lo que apenas pudo descubrir parte del sujetador. Su heroína no tardo en acudir en su auxilio y con un par de gestos sencillos, se deshizo de ambas prendas.
La visión de aquellos senos desnudos lo dejó sin respiración y sólo se atrevió a tocarlos con la delicadeza de quien tenía miedo a romper algo valioso. Ella percibió sus dudas y, posando sus manos sobre las de él, lo animó a disfrutar de ellos sin temor.
A la vez y casi furtivamente, ella le desabrochó el botón del pantalón y deslizó los dedos por su entrepierna, sin apartar de él aquellos ojos demoledores. El calor de sus caricias sirvió para arrancarle un suspiro que ella se tomó, sonriente, como un pequeño triunfo.
Por un instante, fue consciente de los temblores que volvían a dominarlo, pero, en esta ocasión, poco o nada tenían que ver con los nervios. Llevaba tanto tiempo deseándola, que ahora no se veía capaz de procesar la intensidad de todas aquellas emociones.
Decidió que era hora de imitarla y, lentamente, llevó su mano más allá de la frontera dibujada por la cintura de los pantalones cortos que ella llevaba y la ropa interior que se escondía debajo. Jugueteó unos instantes con la cuidada mata de pelo que daba paso a su destino y, poco después, atravesó los labios que estaba buscando. Esta vez, fue ella la que lo recibió con un gemido prolongado. El calor y la humedad de la que eran testigos sus dedos sirvió para incrementar aún más la tensión, bajo su propio pantalón, de la que ella no se había desprendido en ningún momento.
De aquella manera, se masturbaron mutuamente, volvieron a besarse y, como no podía ser menos en aquel mundo hecho exclusivamente para ellos, hicieron el amor hasta acabar exhaustos.
Fue en ese mismo instante, en el que dejaron de verse el uno al otro como lo único existente en el mundo, cuando la magia, que, como todo, tenía sus limitaciones, se desvaneció. La música volvió a tronar a través de los altavoces y la multitud volvió a llenar el vacío que había dejado anteriormente.
Si había alguien o algo encargado de los asuntos mágicos que gobernaban el universo, no habría estado de más que le hubiera dedicado algo de esfuerzo a la planificación de los tiempos o, al menos, eso es lo que pensaron ambos, poco después, cuando se vieron rodeados por aquel gentío, totalmente desnudos y expuestos a los móviles, que no tardaron en aparecer.
El más rápido de todos fue un chaval de sudadera roja, que, mientras los disparaba indiscriminadamente, gritaba algo sobre haberlos visto antes.